En su paso por México, Uber no ha estado exento de detractores y promotores en la forma de consumidores satisfechos o porristas que han optado a priori por pedir aplausos para la empresa. En este vaivén de opiniones se ha extraviado uno de los aportes fundamentales de este tipo de servicios: no estábamos preparados para ellos.
Esto no implica que deban prohibirse. Al contrario, es una invitación a adoptarlos para que puedan adoptarse elementos como la política laboral, la movilidad urbana, y la defensoría del consumidor.
Servicios como Uber recibieron con prontitud el “beso de judas” en espacios de opinión que los declararon “innovadores” o “disruptivos” sólo por su reciente creación y se ignoró consistentemente una de sus principales contribuciones: la fijación de tarifas dinámica mediante software analítico.
Este elemento junto con una base de choferes independientes dando servicio bajo el techo de Uber se presentaba como un antídoto para malas prácticas o desventajas en servicios como taxi o transporte privado tales como cobros discrecionales sin taxímetro, carros en mal estado o poca flexibilidad.
Sin embargo, la luna de miel de Uber parece haber acabado en la Ciudad de México en abril con las tarifas exhibidas durante la fase 1 de la contingencia ambiental el 6 de abril que alcanzaron hasta 9 veces el precio base.
Como consecuencia, Uber anunció una serie de reembolsos para algunos y la limitación de la tarifa dinámica. La oferta y la demanda no existen en un vacío: curiosamente el modelo tarifario pasó de ser uno de los diferenciadores a una fuente de controversia.
Este episodio muestra que la adopción de estos servicios todavía tiene por delante fases de adecuación, pues ni la empresa podía prever el comportamiento de su modelo durante la contingencia y el gobierno no puede generar anticipadamente un marco jurídico que prevea el desarrollo de estos nuevos servicios.
Los contenidos y actividades comerciales sobre Internet comúnmente se reciben como innovaciones cuando en ocasiones no pasan de ser novedades. Los servicios de transporte bajo demanda ofrecidos mediante aplicaciones, en cambio, sí tienen el potencial de ser considerados como innovadores precisamente porque pueden motivar cambios transversales que afectan tanto a la esfera privada como la pública. Es decir, sus implicaciones afectan a todo el sistema que nos involucra como sociedad.
La infraestructura y los marcos jurídicos enfrentan el desafío de adecuarse para un entorno más conectado. Estos cambios no vendrán por conducto de voces que optan por el aplauso acrítico con argumentos huecos como “la mano invisible” o la invocación religiosa de “la ley de la oferta y la demanda” sin mediar análisis.
Tampoco se prevé que haya una vuelta al pasado con la exclusión de estos servicios. Contraintuitivamente el cambio puede venir por conducto de los consumidores y los choferes mediados por cuerpos gubernamentales o incluso los tribunales. En el caso de la Ciudad de México, por ejemplo, la voz del consumidor fue clave para presionar a la empresa para modular su operación y buscar un acuerdo con el gobierno local.
El alza de precios ha generado controversia e incluso litigios en otros países. Por ejemplo, en Australia Uber aumentó sus tarifas en Sydney durante un episodio de emergencia en el que un asaltante tomó rehenes, motivando una evacuación mosiva de oficinas y comercios.
Uber incrementó hasta cuatro veces la tarifa base, creando descontento de los usuarios que, como en la Ciudad de México, volcaron su quejas en Twitter.
En el invierno de 2013, durante una tormenta de nieve en Nueva York, los precios de Uber también se dispararon, despertando la misma reacción de los usuarios. Como consecuencia, en enero de 2016, la empresa y el gobierno de la ciudad llegaron a un acuerdo para poner un tope a la tarifa que cobrará Uber por un “ride” cuando una declaratoria de emergencia esté en vigor.
En ese mismo país, un juez federal ha dado luz verde a un litigio contra el alza de precios de Uber que podría convertirse posteriormente en una acción colectiva contra la empresa. En este caso el interés está en que el caso puede llegar al ámbito de la competencia económica debido a que la tarifa dinámica no es un producto de una competencia entre los choferes (considerados por ahora contratistas independientes), sino que Uber fija estos precios con base en algoritmos internos.
El problema, en suma, no es que Uber tenga una tarifa dinámica, pues este mecanismo de discriminación por precio es observable en situaciones cotidianas como la “hora feliz” en un bar. El problema ha estado en los “picos” de la tarifa durante episodios en los que el consumidor percibe un abuso.
Si bien se ha criticado a usuarios “hipócritas” que primero daban la bienvenida a la tarifa dinámica y luego pedían incluso su eliminación, el problema va más allá de conocer cómo funciona la oferta y la demanda, sino un problema NIMBY (Not in my back yard, o “no en mi patio trasero”), que en resumen es organizarse para impedir que una actividad ocurra en el entorno inmediato, pero sin que se presente una oposición fundamental a la misma. Es decir, un “sí, pero aquí no”.
Este problema es común desde una perspectiva de política pública.
Cuando estos problemas emergen, las soluciones difícilmente vienen de posturas dogmáticas sobre beneficios tecnológicos o la oferta y la demanda.
En estos escenarios es esencial poner al consumidor y los trabajadores en el centro del problema y encontrar alternativas para modular la acción de la empresa y del gobierno, además de entender que los mercados no existen en la naturaleza, sino que son producto de la acción humana en términos económicos, políticos y sociales.
Más que una lección de economía, el episodio de la contingencia ambiental fue una lección de política pública.
C$C-EVP