La discusión sobre la iniciativa de la Ley en Materia de Telecomunicaciones y Radiodifusión que la Presidencia de México envió al Senado de la República el 23 de abril de 2025, está originando una de las conversaciones más acaloradas en la esfera pública que hemos podido leer y ver en los últimos años.
A partir de una supuesta filtración del texto de la ley en febrero que pronto se desmintió y que ahora confirmamos, sí era real, se comenzó a calentar el ambiente. Varios eventos también han distraído el análisis de la iniciativa, entre ellos, el ahora famoso artículo 109 que habla de las plataformas digitales.
Poco se ha hablado de los detalles técnicos, aquellos que los ingenieros ven con asombro y rara vez se dicen en público, pero que nos dejan ver la complejidad de un cambio regulatorio tan abrupto como el que está por suceder.
Si bien la iniciativa de ley es muy similar a la actual Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión, la cual regula a este sector (que aporta más del 3.5 por ciento del Producto Interno Bruto del país), los cambios que se incluyen en esta iniciativa podrían tener un impacto en la forma en que como usuarios nos comunicamos.
A diferencia de otras leyes, ésta fija un marco legal, regulatorio y técnico que debe de funcionar armónicamente para que haya eficiencia en el sector. A lo largo de 10 años, el Consejo Consultivo del Instituto Federal de Telecomunicaciones ha señalado deficiencias en la ley actual que vemos —con sorpresa— cómo fueron trasladadas a la iniciativa de ley.
La obligación de proporcionar información detallada sobre la infraestructura del operador, de los usuarios y de las comunicaciones presenta un reto tecnológico significativo. Basta con dimensionar la tarea de geolocalizar (en tiempo real y con acceso directo de la autoridad) los más de 100 millones de equipos terminales de telefonía celular para entender que lo que el legislador plasma en la ley por motivos de seguridad o el político por control social, se podría convertir en una tarea costosa por su complejidad y alcance.
El argumento que esto ya se hace cuando el equipo terminal se registra en la red, se cae ante la realidad que esas ubicaciones existen de forma distribuida y no en un servidor dedicado a las consultas que responden ¿dónde exactamente está un teléfono en los casi 2 millones de kilómetros cuadrados que tiene el país?
Súmele la definición inexistente de ‘equipo terminal’ que podría implicar también la obligación de geolocalizar miles de millones de dispositivos del Internet de las Cosas (IoT), computadoras, tabletas, dispositivos inteligentes y hasta juguetes.
El deseo de una Industria 4.0 con dispositivos interconectados y que constituye uno de los cimientos de las ciudades y municipios inteligentes, podría esfumarse ante el posible control regulatorio de las llamadas “redes de telecomunicaciones inteligentes”.
Comenzando con la necesidad de autorización si estas redes y dispositivos requieren de uso del espectro radioeléctrico (si así lo dispusiera la autoridad para usar el espectro libre) hasta la posibilidad de que cada uno de estos dispositivos tuviera que reportar su posición geográfica (eso sí aproximada, según la iniciativa). Estos datos adicionales volverían ineficiente su operación.
Construir e implementar redes de telecomunicaciones es una tarea compleja que requiere un despliegue de infraestructura activa y pasiva que debe funcionar de forma armónica como mecanismo de relojería para que el usuario y los equipos puedan comunicarse de forma ágil, segura y confiable.
Pero desmantelar las redes podría ser aún más complejo y literalmente enredado. Ante los lineamientos que podría emitir la autoridad se deberá retirar millones de kilómetros de cables que deslucen nuestras poblaciones.
Si la Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones (ATDT) requiere ponerlos en ductos enterrados sería no sólo costoso, sino una amenaza al medio ambiente como consecuencia de perforar y reconstruir millones de kilómetros de banquetes y cruces ante la posibilidad de multas y hasta la cancelación de las concesiones cuyos procedimientos de impugnación son básicamente limitados.
El spam o comunicaciones no deseadas que tanto nos molestan como usuarios y que técnicamente reducen la eficiencia de las telecomunicaciones, ahora podría incrementarse ante una obligación de transmitir sin costo la información del gobierno (o sea de los Entes Públicos) a nuestros equipos, claro siempre bajo el criterio de la Agencia.
Sin embargo, la obligación para los concesionarios de proporcionar acceso gratuito a los sitios, aplicaciones y plataformas del gobierno implicaría finalmente un aumento de costo del servicio de telecomunicaciones.
Siempre, en perspectiva del operador alguien debería pagar por ese tráfico de datos y los servicios necesarios para identificar si las solicitudes del usuario son o no gratuitas y por supuesto no deben ser ellos como empresas o el gobierno mismo.
En lo tecnológico, poco se habla específicamente en la iniciativa de ley. Posiblemente, en un desatino legislativo hasta las disposiciones técnicas desaparezcan del panorama como el conocimiento y experiencia que existe en el regulador (incluyendo la figura poco entendida del perito).
Como ingenieros vemos muchos retos en las consecuencias e implicaciones de una regulación apurada cuyo proceso impide un análisis y estudio bajo un principio básico en la ciencia y la tecnología: la causa y sus efectos.
C$T-GM